lunes, 8 de diciembre de 2025

Oliver Heaviside, el olvidado traductor del electromagnetismo

 



Hay personajes en la historia de la ciencia que parecen haber nacido para ocupar un discreto segundo plano, aunque sus ideas hayan cambiado el mundo. Oliver Heaviside (1850–1925) es uno de ellos. No aparece en las camisetas de ciencia, no protagoniza series, apenas suena en las facultades más allá de una mención rápida. Y, sin embargo, buena parte de lo que hoy llamamos tecnología moderna —teléfonos, radio, transmisión eléctrica, ingeniería de señales— está construido sobre su manera de pensar.

Heaviside nació en Camden Town, Londres, en una familia más bien pobre. De niño sufrió escarlatina, que le dejó una sordera progresiva. Ese aislamiento forzado marcó su carácter solitario, pero también lo empujó hacia los libros, donde encontró un universo más amable que la sociedad victoriana. De adolescente cayó en sus manos el monumental tratado del genial nerd James Clerk Maxwell sobre electricidad y magnetismo. No era precisamente una lectura ligera: veinte ecuaciones en componentes, una estructura matemática densa y una presentación más cercana a la metafísica que a la ingeniería. Pero Heaviside vio en aquel laberinto una belleza que muchos contemporáneos no fueron capaces de reconocer.

Su gran mérito —y probablemente la razón por la que su nombre debería estar mucho más alto en la historia de la ciencia— fue simplificar lo complejo. A partir de 1884 reformuló toda la teoría de Maxwell en el lenguaje de los vectores, condensando aquel bosque casi impenetrable en las cuatro ecuaciones de Maxwell tal y como las aprendemos hoy. Se suele decir que Maxwell creó la sinfonía y Heaviside la afinó para que sonara en todas partes. Sin esa simplificación, el electromagnetismo quizá habría tardado décadas en volverse operativo para los ingenieros.
 


Pero Heaviside vivió siempre en los bordes del sistema científico. No tenía titulación universitaria, no ocupó un puesto académico y trabajó desde su casa —primero en Londres, luego en Devon—, rodeado de papeles, instrumentos y, según las anécdotas, incluso paredes recubiertas de zinc para «protegerse» de interferencias. Hoy sería el prototipo de investigador independiente al que nadie sabría muy bien si financiar o no, pero que acaba revolucionando tres disciplinas a la vez.

Sus aportaciones fueron muchas y casi siempre adelantadas a su tiempo. En teoría de líneas de transmisión, explicó por qué los cables telegráficos distorsionaban las señales y propuso una solución que cambiaría las telecomunicaciones: añadir bobinas de carga (loading coils) para compensar la dispersión. No se le hizo mucho caso al principio, pero cuando las grandes compañías probaron la idea descubrieron que funcionaba. De repente, distancias que parecían imposibles se volvieron rutinarias.

En 1902 dio otro salto audaz: predijo que debía existir una capa electrificada en la atmósfera, capaz de reflejar ondas de radio y permitir comunicaciones a miles de kilómetros. Lo hizo de manera independiente al estadounidense Arthur Kennelly. Décadas después, cuando se pudo confirmar, la llamaron capa Kennelly–Heaviside. Hoy sabemos que es parte de la ionosfera, pero el debate sobre quién la anticipó primero rara vez llega al gran público. De nuevo, Heaviside quedaba en segundo plano.

Otro de sus legados, quizá menos vistoso pero igual de profundo, fue el cálculo operacional, un método que permitía manipular operadores diferenciales como si fueran cantidades algebraicas. Sus contemporáneos lo miraron con recelo; les parecía una herejía matemática. Pero a los ingenieros les resultó extraordinariamente útil, y años más tarde se reconoció que aquello era básicamente una forma temprana de lo que hoy conocemos como transformada de Laplace aplicada a circuitos.

¿Por qué un personaje tan decisivo se diluyó en la memoria colectiva? Probablemente por una mezcla de factores: su carácter excéntrico y poco sociable, la falta de un puesto institucional, la dificultad para encajar en un mundo académico que desconfiaba de los autodidactas. Pero también porque sus aportaciones eran tan prácticas, tan orientadas a resolver problemas reales, que muchos las dieron por hechas sin preguntarse quién había tenido la idea original.

Recordar a Oliver Heaviside es un acto de justicia, pero también supone una invitación a repensar cómo funciona la ciencia. Porque no siempre se avanza desde los grandes laboratorios ni desde los despachos universitarios. A veces se hace desde la mesa del comedor de alguien que, armado con lápiz, intuición y una determinación casi heroica, decide que las ecuaciones de Maxwell pueden escribirse mejor y que las señales pueden viajar más lejos.

Y en este caso, tenía razón.
 
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