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| Retrato de Jane por Edgar Fahs, Smith Collection (University of Pennsylvania) |
Jane Haldimand Marcet (1769-1858) nació en Londres en una familia culta con raíces suizas. Recibió una educación exquisita en su casa, junto a sus hermanos, en latín, historia y en ciencia natural, una rareza para una mujer en esa época. Pero fue porque su padre creía en una educación más amplia para sus hijos sin distinciones.
Aunque no fue lo que se dice «química de laboratorio» en sentido académico (las mujeres tenían, por desgracia, vetado el acceso a las universidades), Marcet desarrolló una curiosidad insaciable por entender la ciencia que escuchaba en tertulias y conferencias públicas en Londres. Asistió a las famosas charlas de Humphry Davy en la Royal Institution y se dio cuenta de que muchas de las ideas que se presentaban allí eran hermosas, pero inaccesibles para quienes no tenían formación científica.
De esa inquietud nació su obra más famosa: Conversations on Chemistry, publicada por primera vez en 1805 (aunque muchas ediciones tempranas no llevaban su nombre). En lugar de un tratado denso, Marcet eligió un formato conversacional: una tutora, Mrs. B., dialoga con dos jóvenes, Caroline y Emily, sobre conceptos como elementos, gases, reacciones e incluso temas que estaban en la frontera del conocimiento de su tiempo. Lo que Marcet hacía era simplemente desmontar la jerga y devolver la química a lo esencial: curiosidad, ejemplos cotidianos y claridad explicativa.
Aunque no fue lo que se dice «química de laboratorio» en sentido académico (las mujeres tenían, por desgracia, vetado el acceso a las universidades), Marcet desarrolló una curiosidad insaciable por entender la ciencia que escuchaba en tertulias y conferencias públicas en Londres. Asistió a las famosas charlas de Humphry Davy en la Royal Institution y se dio cuenta de que muchas de las ideas que se presentaban allí eran hermosas, pero inaccesibles para quienes no tenían formación científica.
De esa inquietud nació su obra más famosa: Conversations on Chemistry, publicada por primera vez en 1805 (aunque muchas ediciones tempranas no llevaban su nombre). En lugar de un tratado denso, Marcet eligió un formato conversacional: una tutora, Mrs. B., dialoga con dos jóvenes, Caroline y Emily, sobre conceptos como elementos, gases, reacciones e incluso temas que estaban en la frontera del conocimiento de su tiempo. Lo que Marcet hacía era simplemente desmontar la jerga y devolver la química a lo esencial: curiosidad, ejemplos cotidianos y claridad explicativa.
El impacto de este libro fue enorme. Se reeditó decenas de veces en Inglaterra y Estados Unidos, y fue usado como texto introductorio de química durante décadas. Pero hay una anécdota histórica que a mí me conmueve especialmente. Una copia de este libro llegó a las manos de un aprendiz de encuadernador llamado Michael Faraday cuando era adolescente. Faraday, que carecía de educación formal, leyó el libro con avidez y reconoció más tarde que Conversations on Chemistry fue la chispa que encendió su vocación científica. Faraday se convertiría, con el tiempo, en uno de los más grandes físicos y químicos de la historia, precisamente explorando la electricidad y el magnetismo, campos que entrañaban profundas implicaciones químicas y físicas.
Ese es el poder de la buena divulgación científica, la que no solo transmite conocimientos sino que puede cambiar vidas. Marcet no estaba redactando para ganar un Nobel, estaba escribiendo para compartir la belleza de la ciencia con quien tuviera curiosidad. Y lo logró con una prosa franca, exenta de pedantería y ornamentos, que hoy nos sigue pareciendo moderna.
Además de química, escribió sobre economía, botánica o filosofía natural, siempre con la misma intención. La de hacer accesible la comprensión de aspectos complejos a través de la conversación, el ejemplo y la claridad. No la olvidemos.


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