Hoy, 20 de diciembre, se cumple un nuevo aniversario de la muerte de Carl Sagan (1934–1996). En este blog lo hemos recordado muchas veces, pero quizá el mejor homenaje no sea contar lo ya contado, sino rescatar una faceta menos conocida y sorprendentemente actual.
Porque Sagan no solo nos enseñó a mirar el cielo. También nos advirtió de lo que podíamos hacernos a nosotros mismos. Y es terrible.
A comienzos de los años ochenta, en plena Guerra Fría, Sagan encabezó —junto a Richard P. Turco, Owen Toon, Thomas Ackerman y James Pollack— una investigación que cambiaría la forma de entender una guerra nuclear. El trabajo, conocido como modelo TTAPS, fue publicado en 1983 en la revista Science bajo un título tan sobrio como inquietante: Nuclear Winter: Global Consequences of Multiple Nuclear Explosions (Invierno nuclear: consecuencias globales de múltiples explosiones nucleares).
Hasta entonces, el debate sobre las armas nucleares se había centrado casi exclusivamente en la destrucción inmediata: explosiones, radiación, víctimas directas. El estudio introdujo una idea radicalmente distinta y científicamente fundamentada: el verdadero peligro podía llegar después.
Los autores analizaron los incendios masivos que seguirían a una guerra nuclear a gran escala. Millones de toneladas de hollín y humo ascenderían a la atmósfera superior, bloqueando la radiación solar durante meses o incluso años. El resultado sería un descenso brusco de las temperaturas globales, el colapso de la fotosíntesis y una crisis agrícola planetaria.
No se trataba de especulación apocalíptica, sino de modelos climáticos comparables a los que Sagan llevaba años utilizando para estudiar Venus y Marte. La Tierra, por primera vez, era analizada como un planeta vulnerable… también a nuestras propias decisiones.
El concepto de invierno nuclear fue polémico, discutido y refinado, como ocurre con toda buena ciencia, pero su núcleo nunca desapareció. Décadas después, estudios sobre incendios masivos y conflictos nucleares regionales han confirmado que los efectos climáticos globales son plausibles y graves.
Sagan entendió algo esencial, que si la ciencia detecta un riesgo existencial, callar también es una forma de irresponsabilidad.
Por eso llevó sus conclusiones fuera de los laboratorios. Compareció ante el Senado de Estados Unidos, escribió artículos divulgativos y habló en medios de comunicación explicando que la disuasión nuclear descansaba sobre una peligrosa ilusión de control tecnológico. Lo hacía desde una posición incómoda, la del científico que no separa el conocimiento de sus consecuencias éticas.
Hay una coherencia profunda en esta historia. El mismo investigador que ayudó a explicar el efecto invernadero desbocado de Venus fue quien alertó de un enfriamiento global autoinfligido en la Tierra. Para Sagan, estudiar otros mundos nunca fue una evasión romántica, sino una manera de entender hasta qué punto un planeta habitable es frágil.
La exploración del cosmos, insistía, no nos hace más poderosos. Nos hace más responsables.
En una entrevista televisada, Carl Sagan dejó una de las metáforas más certeras sobre la carrera armamentística nuclear:
Hoy, casi treinta años después de su muerte, la frase sigue siendo actual e inquietante...
Recordemos a Carl Sagan en este aniversario, porque no es solo celebrar su capacidad para despertar asombro. Es también una manera de reivindicar su valentía intelectual para decirnos que la inteligencia tecnológica sin sabiduría moral puede convertirse en una amenaza evolutiva.
Y que, en ciencia como en la vida, mirar al cielo no sirve de nada si olvidamos cuidar el suelo que pisamos.
Porque Sagan no solo nos enseñó a mirar el cielo. También nos advirtió de lo que podíamos hacernos a nosotros mismos. Y es terrible.
A comienzos de los años ochenta, en plena Guerra Fría, Sagan encabezó —junto a Richard P. Turco, Owen Toon, Thomas Ackerman y James Pollack— una investigación que cambiaría la forma de entender una guerra nuclear. El trabajo, conocido como modelo TTAPS, fue publicado en 1983 en la revista Science bajo un título tan sobrio como inquietante: Nuclear Winter: Global Consequences of Multiple Nuclear Explosions (Invierno nuclear: consecuencias globales de múltiples explosiones nucleares).
Hasta entonces, el debate sobre las armas nucleares se había centrado casi exclusivamente en la destrucción inmediata: explosiones, radiación, víctimas directas. El estudio introdujo una idea radicalmente distinta y científicamente fundamentada: el verdadero peligro podía llegar después.
Los autores analizaron los incendios masivos que seguirían a una guerra nuclear a gran escala. Millones de toneladas de hollín y humo ascenderían a la atmósfera superior, bloqueando la radiación solar durante meses o incluso años. El resultado sería un descenso brusco de las temperaturas globales, el colapso de la fotosíntesis y una crisis agrícola planetaria.
No se trataba de especulación apocalíptica, sino de modelos climáticos comparables a los que Sagan llevaba años utilizando para estudiar Venus y Marte. La Tierra, por primera vez, era analizada como un planeta vulnerable… también a nuestras propias decisiones.
El concepto de invierno nuclear fue polémico, discutido y refinado, como ocurre con toda buena ciencia, pero su núcleo nunca desapareció. Décadas después, estudios sobre incendios masivos y conflictos nucleares regionales han confirmado que los efectos climáticos globales son plausibles y graves.
Sagan entendió algo esencial, que si la ciencia detecta un riesgo existencial, callar también es una forma de irresponsabilidad.
Por eso llevó sus conclusiones fuera de los laboratorios. Compareció ante el Senado de Estados Unidos, escribió artículos divulgativos y habló en medios de comunicación explicando que la disuasión nuclear descansaba sobre una peligrosa ilusión de control tecnológico. Lo hacía desde una posición incómoda, la del científico que no separa el conocimiento de sus consecuencias éticas.
Hay una coherencia profunda en esta historia. El mismo investigador que ayudó a explicar el efecto invernadero desbocado de Venus fue quien alertó de un enfriamiento global autoinfligido en la Tierra. Para Sagan, estudiar otros mundos nunca fue una evasión romántica, sino una manera de entender hasta qué punto un planeta habitable es frágil.
La exploración del cosmos, insistía, no nos hace más poderosos. Nos hace más responsables.
En una entrevista televisada, Carl Sagan dejó una de las metáforas más certeras sobre la carrera armamentística nuclear:
«Imaginemos una habitación inundada de gasolina. En ella hay dos enemigos implacables. Uno tiene 9.000 cerillas. El otro tiene 7.000… Esa es exactamente la situación en la que nos encontramos.»
Hoy, casi treinta años después de su muerte, la frase sigue siendo actual e inquietante...
Recordemos a Carl Sagan en este aniversario, porque no es solo celebrar su capacidad para despertar asombro. Es también una manera de reivindicar su valentía intelectual para decirnos que la inteligencia tecnológica sin sabiduría moral puede convertirse en una amenaza evolutiva.
Y que, en ciencia como en la vida, mirar al cielo no sirve de nada si olvidamos cuidar el suelo que pisamos.

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